CINE JAPONÉS
Éstos días podemos disfrutar en el Museo de Fuengirola de una exposición muy interesante, que con el nombre de “Japón. Honor y Tradición”, nos acerca a ésta cultura, tan distinta a nosotros y tan atractiva y atrayente a la vez.
Una parte importante de la cultura es el cine y por eso mi reseña de hoy está dedicada al cine japonés.
El cine japonés es una de las vertientes más especiales de la historia del séptimo arte. Sus temas se alimentan de su historia épica y trágica, de su espiritualidad ancestral o de su nueva realidad presente en los últimos tiempos.
En Japón, éste espectáculo se instaló tempranamente y su aceptación fue creciendo hasta alcanzar niveles de fanatismo, superiores incluso a los de occidente. Éste cine nacional se alimentó de los hábitos, costumbres y tradiciones de un país dos veces milenario. Bebió también en las fuentes del drama Kabuki.
En los años 20 y tras la catástrofe del terremoto de 1923, la industria del cine se recompuso y la producción llegó a superar los 700 films en la segunda mitad de la década.
Su producción se centró en las películas de época, feudales sobre todo, que convivieron durante mucho tiempo con películas que miraban más a las clases populares, a la vida contemporánea, entre la comedia y el drama.
Todos los directores evolucionaron durante los años 30 y 40 sobre estos modelos temáticos, pero sólo se dará a conocer a fondo en occidente a partir de los años 50.
Los principales festivales internacionales de cine abrieron las puertas al cine japonés concediendo importantes premios a películas como “Rashomon” del gran Akira Kurosawa, “Cuentos de la luna pálida” y “El intendente Sansho” de Kenji Mizoguchi o “La puerta del infierno” de Teinosuke Kinugasa.
Se descubrió en ellas una estructura narrativa muy evolucionada, con muchos puntos de contacto con la producción de occidente, así como la magnífica interpretación de actores como Toshiro Mifune, Chishu Ryu o Takasi Simura entre otros.
El más conocido en occidente fue sin duda Akira Kurosawa, que sorprendió a lo largo de su vida con títulos como “Vivir”, “Los siete samuráis”, “Derzu Uzala”. “Kagemusa” o “Ran”. Algunas de sus obras son adaptaciones al mundo japonés de obras sobre todo de escritores rusos como Dostoyevski.
Destaca también Kon Ichikawa con “El arpa birmana”, soberbio trabajo sobre el horror de la guerra.
Años después llegaron de forma aislada películas que continúan llamando la atención por la crudeza de las historias y la reflexión continuada de los directores sobre temas arraigados en la tradición japonesa como las obras de Nagisha Oshima con “El imperio de los sentidos” o Shoei Imamura con “La balada de Narayama”, adentrándose en el mundo de los sentimientos de la realidad cotidiana.
El mundo del comic, tan importante en Japón se proyecta internacionalmente tanto en el cine de adultos como en el infantil con películas como Akira del maestro del manga Katsuhiro Otomo.
En general, si algo se puede destacar del cine japonés, en cualquiera de sus épocas o de sus géneros es su gran plasticidad.
Quiero recomendar especialmente la obra de Kenji Mizoguchi “El intendente Sansho”, del año 1954. Un drama feudal del siglo XII que obtuvo el León de Plata en el Festival de Venecia, nominada también al León de Oro.
Mizoguchi nos ofrece un implacable retrato del Japón feudal, aquél estructurado en ciudadanos de primera -esos gobernadores exentos de compasión, con Sansho como el máximo exponente– y los de segunda -la plebe, los esclavos, los súbditos. Pero lo que realmente hace grande al relato, es que, a pesar de que su acción transcurre hace casi diez siglos, los temas que aborda son tan universales y atemporales -tiranía, corrupción, incompetencia de los gobernantes, desigualdades sociales, inmoralidad – que podrían extrapolarse a nuestros días. Por encima de todo, estamos ante una historia que ofrece un descarnado retrato del dolor, ese que remueve las entrañas y que llena de impotencia al espectador. Quizá porque sabe que está asistiendo a un espectáculo, en efecto, más cerca de la realidad que de la ficción.
Se trata de un film pausado, decididamente contemplativo y con suaves o directamente inexistentes movimientos de cámara, como si cada fotograma fuese una pieza de orfebrería que rebosa autenticidad por los cuatro costados.
Si bien el nivel que la película mantiene durante sus más de dos excesivas horas de duración roza la perfección, es en su tramo final -unos diez minutos considerados uno de los mejores finales jamás rodados, cuando alcanza todo su esplendor. Muy recomendable.
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